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CUENTAME UN CUENTO

CUENTAME UN CUENTO. Espacio lector para niños audaces y lectores.

EL COHETE DE PAPEL


Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un cohete y dispararlo hacia la luna, pero tenía tan poco dinero que no podía comprar ninguno. Un día, junto a la acera descubrió la caja de uno de sus cohetes favoritos, pero al abrirla descubrió que sólo contenía un pequeño cohete de papel averiado, resultado de un error en la fábrica.


El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin tenía un cohete, comenzó a preparar un escenario para lanzarlo. Durante muchos días recogió papeles de todas las formas y colores, y se dedicó con toda su alma a dibujar, recortar, pegar y colorear todas las estrellas y planetas para crear un espacio de papel. Fue un trabajo dificilísimo, pero el resultado final fue tan magnífico que la pared de su habitación parecía una ventana abierta al espacio sideral.

Desde entonces el niño disfrutaba cada día jugando con su cohete de papel, hasta que un compañero visitó su habitación y al ver aquel espectacular escenario, le propuso cambiárselo por un cohete auténtico que tenía en casa. Aquello casi le volvió loco de alegría, y aceptó el cambio encantado.


Desde entonces, cada día, al jugar con su cohete nuevo, el niño echaba de menos su cohete de papel, con su escenario y sus planetas, porque realmente disfrutaba mucho más jugando con su viejo cohete. Entonces se dio cuenta de que se sentía mucho mejor cuando jugaba con aquellos juguetes que él mismo había construido con esfuerzo e ilusión.


Y así, aquel niño empezó a construir él mismo todos sus juguetes, y cuando creció, se convirtió en el mejor juguetero del mundo.


Autor: Pedro Pablo Sacristán

 

TEMBLONA, UNA LAVADORA QUE APRENDIÓ HUMILDAD

Había una vez una tienda de electrodomésticos que tenía todo tipo de máquinas para hacer la vida de hoy en día mucho más sencilla. Allí se podía encontrar desde un frigorífico-congelador de dimensiones industriales hasta una mini-planchadora de pelo de lo más sofisticada, y luego los electrodomésticos más comunes, planchas, tostadoras, aspiradoras, lavaplatos y lavadoras.

Temblona, la lavadora más antigua del lugar, era el aparato más innovador de la tienda, y por tanto, era la lavadora más cara, así que la gente que la visitaba y veía como funcionaba, se quedaba perpleja de que una lavadora pudiera hacer tantas cosas, pero nadie podía pagarla para llevársela a casa, así que Temblona viendo cómo se presentaban las cosas, decidió innovar por su cuenta, y todos los días cuando la tienda cerraba sus puertas al público, se ponía en marcha y se le ocurría algún plan nuevo.


El caso era que Temblona siempre aparecía en un sitio distinto a la mañana siguiente, y sin que la vieran los empleados volvía a su línea de lavadoras de última generación. Sus compañeras le reprendían constantemente:


– “Temblona, deja de moverte. Algún día te van a pillar y volverás al almacén”.


Pero ella nunca hacía caso, hasta que un día, uno de los empleados la encontró bloqueando la puerta de acceso a los clientes. Llamó a su jefe y le comentó lo sucedido, Temblona escuchaba atentamente lo que el jefe decidió hacer con ella:


– “Esta lavadora nunca ha estado bien. Se pone en marcha sola y anda cuando centrifuga. La vamos a poner en la entrada y bajaremos el precio, a ver si nos deshacemos de ella de una vez”.


Temblona se puso muy triste, querían deshacerse de ella porque se movía, ¡una lavadora tiene que moverse!, los humanos no entendían eso, y antes de que comenzara el horario comercial, Temblona estaba en la entrada de la tienda con un cartel amarillo fluorescente encima, que decía:


– “Oferta especial: lavadora última generación, ¡sólo le falta hablar!, por sólo… ¡¡¡25 temblines!!!”.


– “¿Cómo?”, – exclamó Temblona, ella que lo hacía todo y tenía un precio inicial de 1.000 temblines, ¡la vendían por 25!. La actitud de la lavadora en oferta cambió radicalmente, se puso seria y esperó a ver lo que pasaba.


Nada más abrir las puertas de la tienda, el primer cliente que entró, la compró. Esa misma tarde la trasladarían a la casa de su nuevo dueño. No tuvo tiempo de despedirse de sus amigas, y eso le hice sentirse más desdichada aún.


El nuevo dueño en cuanto la recibió en su casa, la puso en marcha, él esperaba que la ropa saliera perfecta, casi planchada y sin ninguna mancha, pero cual sería su sorpresa que la ropa salió igual que entró. Muy enfadado el dueño fue a devolverla al día siguiente, y mientras Temblona esperaba en el maletero del coche a que la bajaran a la tienda, les guiñó un mando a sus compañeros los electrodomésticos.


Temblona había engañado al señor que la compró, porque ella no quería irse de su tienda preferida ni separarse de sus amigos. Los empleados la tuvieron en el almacén bastante tiempo, y cuando la sacaron de allí para situarla en la línea de las lavadoras, el precio que le adjudicaron fue muy inferior al original.


Esto le sirvió de lección a Temblona, que aprendió a ser más humilde y más tranquila, dejó de dar paseos por la tienda por las noches, y le daba consejos a los electrodomésticos más innovadores del departamento de I+D, para que no les pasara lo mismo que a ella, que estuvo a punto de quedarse sin amigos por actuar alocadamente, y sin pensar en las consecuencias, a pesar de las advertencias de sus amigas las lavadoras.


FIN

Autor:Equipo de Cuentos Infantiles Cortos

Los viajes de Gulliver

Durante muchos días, el hermoso velero en el que viajaba Gulliver había navegado plácidamente hasta que, al aventurarse por las aguas de las Indias Orientales, una violentísima tempestad empezó a zarandear el barco como si fuera una cascara de nuez. Impresionantes olas barrían la cubierta y abatían los mástiles con sus velas. Al llegar la noche, una gigantesca ola levantó el barco por la parte de popa y lo lanzó de proa contra el hirviente remolino entre un espantoso crujir de maderas y los gritos de los hombres. -¡Sálvese quien pueda! – Gritó el capitán. No hubo ni tiempo de arrojar los botes al agua y cada uno trató de ponerse a salvo alejándose del barco que se hundía por momentos. Empujado por el viento, cegado por la espuma, Gulliver nadaba en medio de las tinieblas. Pasaba el tiempo y la fatiga hacía presa en él. “Mis fuerzas se agotan”, pensaba; “no podré resistir mucho” De pronto, notó que su pie chocaba contra algo firme. Unas brazadas más y se encontró en una playa. - ¡Estoy salvado! – murmuró con sus últimas fuerzas, antes de dejarse caer sobre la arena. Al punto, se quedó profunda y plácidamente dormido. Él no podía saber que había llegado a Liliput, el país donde los hombres, los animales y las plantas eran diminutos. Por otra parte, no había tenido tiempo de ver nada ni a nadie. En cambio, los vigías de ese reino sí le vieron a él y corrieron a la ciudad para dar la voz de alarma. - ¡Ha llegado un gigante! Inmediatamente todas las gentes de Liliput se encaminaron hacia la playa, no sin temor. Llegaban despacito y, desde lejos curioseaban al grandullón. - Tenemos que impedir que nos ataque – dijo un leñador-. ¡Vayamos a por cuerdas para atarle! En medio de una frenética actividad, todos se dedicaron al acarreo de estacas y cuerdas. Luego rodearon a Gulliver y empezaron a clavar las estacas en la arena con gran habilidad. Seguidamente, treparon sobre su cuerpo y fueron realizando un trenzado de cuerdas habilidoso y práctico, sujetando las cuerdas en las estacas. El sol había empezado a calentar cuando un viejecito que se apoyaba en un diminuto bastón, toco sin querer la nariz del prisionero, que estornudó aparatosamente. ¡Que conmoción! Muchos hombres salieron despedidos, otros emprendieron la huida. Gulliver notó que delgadas cuerdas lo sujetaban y sintió algo que le pasaba sobre el pecho; dirigió la mirada hacia abajo y descubrió una diminuta criatura con arco y flecha en las manos y un carcaj a la espalda. No menos de otros cuarenta seres similares corrían por su cuerpo. En su prisa por huir, algunos rodaron y se hicieron numerosos coscorrones. Muertos de miedo, los liliputienses fueron a esconderse tras las rocas, los árboles o en las madrigueras. - ¿Qué es esto? – exclamó el náufrago-. ¿Quién me ha hecho prisionero? Sin más que un pequeño esfuerzo se incorporó, haciendo saltar las cuerdas. Y al observar de reojo el temor con que se le contemplaba, fue incapaz de contener la risa. Quizá porque le vieron reír y porque no se levantaba, los liliputienses avanzaron un poquito hacia el extraño visitante. - Acercaos, no soy ningún ogro – dijo Gulliver. Pero se dio cuenta de que no le entendían y fue probando con los muchos idiomas que conocía hasta acertar con el utilizado en Liliput. - Hola amigos… Los liliputienses vieron en estas dos palabras buena voluntad y se acercaron un poco más. Por otra parte, como jamás habían visto gigante alguno, tampoco querían perderse el acontecimiento. Pero el náufrago estaba hambriento y, con su mejor sonrisa, dijo: - Amigos, os agradecería que me trajerais algo de comer. Un poco por la sonrisa y otro poco porque les convenía conquistar su favor, los hombrecillos le aseguraron que iba a estar muy bien servido. Con gran presteza le presentaron una opípara comida. Cierto que los bueyes de Liliput eran como gorriones para el visitante y necesitó unos pocos para saciar su apetito. En cuanto a los barriles de vino, se le antojaban dedales e iba despachando cuantos le servían con la mayor facilidad. Mientras comía, los liliputienses se dedicaron a contarle su vida y milagros. Supo el viajero que estaban gobernados por Lilipín I, rey justo y bueno y que por aquellos días se hallaban en guerra con los enanos del país vecino. Esta situación les afligía mucho. - ¡Mirad! – Anunció un enano pelirrojo. Ahí llegan Sus Majestades. En efecto, los monarcas, rodeados de toda su corte, se acercaban deferentes, tras abandonar su lindo carruaje en el que llegaron, curiosamente arrastrado por seis ratones blancos. La reverencia con que Gulliver recibió a los soberanos agradó mucho al rey Lilipín y extasió a la reina Lilipina. Pronto el rey y el viajero entablaron una animada conversación. Descubrió Gulliver que el monarca era inteligente, pues le habló de las máquinas que usaban para cortar árboles y arrastrar la madera, y de otros ingenios muy interesantes. También Lilipín descubrió la valía del viajero. - Veo que posees una gran inteligencia, Gulliver, y espero que te agrade el favor que mis súbditos te dispensan. Todos deseamos que te encuentres en Liliput como en tu propia casa. - Estoy muy agradecido, Majestad – respondió Gulliver, inclinándose. - Ejem… Si alguien atacara tu casa la defenderías. ¿No es así? - Así es, Majestad, pero… no os comprendo… Entonces el soberano, con aire doliente, explicó al visitante el problema que le había caído encima a causa de su guerra con los enanos del país vecino. Y como Gulliver había cobrado simpatía a los liliputienses, replicó: -En este momento me considero en mi casa, señor; por lo tanto, voy a defenderla. ¿Dónde están los enemigos de Liliput, que desde ahora lo son míos? En ese momento, a galope de un caballo diminuto, se presentó un despavorido mensajero. -¡Majestad! – anunció, casi sin aliento-. ¡Sucede algo espantoso! La flota enemiga se está acercando a nuestra isla, dispuesta a atacarnos. El rey y Gulliver seguidos de algunos cortesanos, subieron a un montecillo desde el que se divisaba el horizonte; sobre las olas pudieron descubrir cientos y cientos de diminutos barcos, muy bien pertrechados, rumbo a Liliput. - ¡No podremos hacerles frente! – se lamentaban los liliputienses. - ¡Acabarán con todos nosotros! Gulliver, sereno y arrogante, dijo: - Tranquilos, amigos; permitid que sea yo quien reciba a la flota. Os aseguro que van a conocer la derrota. Y ahora id a refugiaos en el bosque y dejadme solo. Ante el asombro general, le vieron entrar en el agua y, sin mas que alargar los brazos, fue apoderándose de los barcos enemigos con sus enormes manos. Enseguida empezó a repartir los barcos por sus ropas, como su fueran avellanas, con sus guerreros dentro. Se llenó los bolsillos y, los que sobraron, los colgó de los botones de su levita y hasta puso alguno en los lazos de los zapatos. Regresó luego a la playa y fue colocando los barquitos en hilera. Bien dispuestos ya y plantado ante ellos, Gulliver exigió: - ¡Ríndanse si no quieren perecer! Naturalmente, más muertos que vivos, los enemigos de Liliput se rindieron como un solo hombre. Viendo tamaña maravilla, después de lo mucho que aquella guerra le había hecho sufrir, Lilipín I, con la voz rota de la emoción, gritó: - ¡Viva el gran héroe Gulliver! Las gentes, delirantes de entusiasmo, atronaron la playa con sus aclamaciones. Los más ancianos abrazaban a sus hijos, que ya no tendrían que enzarzarse en guerras, puesto que el enemigo estaba vencido. Las mujeres lloraban y reían a un tiempo. Seguidamente, en medio de un gran ceremonial, el soberano nombró a Gulliver generalísimo de sus ejércitos. - Agradezco el honor, Majestad, pero creo que no vais a necesitar más generales. El enemigo está vencido y espero que vuestras guerras hayan terminado para siempre. - ¿Y que importan las guerras teniéndote a tí como aliado? – replicó el monarca, un tanto fanfarrón. - Sólo seré vuestro aliado si devolvéis la libertad a los prisioneros. Su rey os dará palabra de no volver a atacaros. Así sucedió y los dos monarcas firmaron una paz duradera y hasta intercambiaron regalos. Luego, el propio Gulliver puso los barquitos en el agua, con sus tripulaciones dentro y despidió la flota vencida agitando su mano. - Es un poco raro el gigante – pensaba el rey Lilipín I, sin comprender del todo tanta generosidad. - ¡Qué gesto tan elegante! – dijo Lilipina con un largo suspiro, aludiendo a la generosidad del vencedor. Honrado, aclamado y querido, Gulliver pasó en Liliput varios años. El pueblo entero había colaborado en construirle una gran casa con todas las comodidades. Sin embargo, el viajero sentía nostalgia de su patria y de su familia. Por otra parte, comprendía que con él allí, las provisiones de los liliputienses corrían el peligro de acabarse, pues comía el solo tanto como el país entero. Un día le habló al monarca con toda sinceridad, manifestando su nostalgia. - ¡Oh, como siento que no quieras quedarte para siempre, Gulliver! La reina Lilipina, que era aguda, preguntó con una sonrisa: - ¿Te irás andando, Gulliver? - Sabéis que eso es imposible, señora. Pero algún día puede llegar un barco… Con frecuencia atisbaba el horizonte desde un montículo y cierto día apareció el ansiado barco no lejos de la costa y el viajero le hizo señales para que se aproximara. El velero se acercó a la playa y Gulliver se despidió de sus amigos. Los reyes y el pueblo entero le entregaron regalos, todos diminutos, pero muy apreciados por el viajero. Con verdadero afecto estuvieron en la playa, agitando sus manos, hasta que vieron la silueta graciosa del velero perderse en la lejana bruma.


Autor: Jonathan Swift

 

JUAN SIN MIEDO

Érase una vez un hombre que tenía dos hijos totalmente distintos. Pedro, el mayor, era un chico listo y responsable, pero muy miedoso. En cambio su hermano pequeño, Juan, jamás tenía miedo a nada, así que en la comarca todos le llamaba Juan sin miedo.


A Juan no le daban miedo las tormentas, ni los ruidos extraños, ni escuchar cuentos de monstruos en la cama. El miedo no existía para él. A medida que iba creciendo, cada vez tenía más curiosidad sobre qué era sentir miedo porque él nunca había tenido esa sensación.


Un día le dijo a su familia que se iba una temporada para ver si conseguía descubrir lo que era el miedo. Sus padres intentaron impedírselo, pero fue imposible. Juan era muy cabezota y estaba decidido a lanzarse a la aventura.


Metió algunos alimentos y algo de ropa en una mochila y echó a andar. Durante días recorrió diferentes lugares, comió lo que pudo y durmió a la intemperie, pero no hubo nada que le produjera miedo.


Una mañana llegó a la capital del reino y vagó por sus calles hasta llegar a la plaza principal, donde colgaba un enorme cartel firmado por el rey que decía:


“Se hace saber que al valiente caballero que sea capaz de pasar tres días y tres noches en el castillo encantado, se le concederá la mano de mi hija, la princesa Esmeralda”


Juan sin miedo pensó que era una oportunidad ideal para él. Sin pensárselo dos veces, se fue al palacio real y pidió ser recibido por el mismísimo rey en persona. Cuando estuvo frente a él, le dijo:


– Señor, si a usted le parece bien, yo estoy decidido a pasar tres días en ese castillo. No le tengo miedo a nada.


– Sin duda eres valiente, jovenzuelo. Pero te advierto que muchos lo han intentado y hasta ahora, ninguno lo ha conseguido – exclamó el monarca.


– ¡Yo pasaré la prueba! – dijo Juan sin miedo sonriendo.


Juan sin miedo, escoltado por los soldados del rey, se dirigió al tenebroso castillo que estaba en lo alto de una montaña escarpada. Hacía años que nadie lo habitaba y su aspecto era realmente lúgubre.


Cuando entró, todo estaba sucio y oscuro. Pasó a una de las habitaciones y con unos tablones que había por allí, encendió una hoguera para calentarse. Enseguida, se quedó dormido.


Al cabo de un rato, le despertó el sonido de unas cadenas ¡En el castillo había un fantasma!


– ¡Buhhhh, Buhhhh! – escuchó Juan sobre su cabeza – ¡Buhhhh!


– ¿Cómo te atreves a despertarme?- gritó Juan enfrentándose a él. Cogió unas tijeras y comenzó a rasgar la sábana del espectro, que huyó por el interior de la chimenea hasta desaparecer en la oscuridad de la noche.


Al día siguiente, el rey se pasó por el castillo para comprobar que Juan sin miedo estaba bien. Para su sorpresa, había superado la primera noche encerrado y estaba decidido a quedarse y afrontar el segundo día. Tras unas horas recorriendo el castillo, llegó la oscuridad y por fin, la hora de dormir. Como el día anterior, Juan sin miedo encendió una hoguera para estar calentito y en unos segundos comenzó a roncar.


De repente, un extraño silbido como de lechuza le despertó. Abrió los ojos y vio una bruja vieja y fea que daba vueltas y vueltas a toda velocidad subida a una escoba. Lejos de acobardarse, Juan sin miedo se enfrentó a ella.


– ¿Qué pretendes, bruja? ¿Acaso quieres echarme de aquí? ¡Pues no lo conseguirás! – bramó. Dio un salto, agarró el palo de la escoba y empezó a sacudirlo con tanta fuerza que la bruja salió disparada por la ventana.


Cuando amaneció, el rey pasó por allí de nuevo para comprobar que todo estaba en orden. Se encontró a Juan sin miedo tomado un cuenco de leche y un pedazo de pan duro relajadamente frente a la ventana.


– Eres un joven valiente y decidido. Hoy será la tercera noche. Ya veremos si eres capaz de aguantarla.


– Descuide, majestad ¡Ya sabe usted que yo no le temo a nada!


Tras otro día en el castillo bastante aburrido para Juan sin miedo, llegó la noche. Hizo como de costumbre una hoguera para calentarse y se tumbó a descansar. No había pasado demasiado tiempo cuando una ráfaga de aire caliente le despertó. Abrió los ojos y frente a él vio un temible dragón que lanzaba llamaradas por su enorme boca. Juan sin miedo se levantó y le lanzó una silla a la cabeza. El dragón aulló de forma lastimera y salió corriendo por donde había venido.


– ¡Qué pesadas estas criaturas de la noche! – pensó Juan sin miedo- No me dejan dormir en paz, con lo cansado que estoy.


Pasados los tres días con sus tres noches, el rey fue a comprobar que Juan seguía sano y salvo en el castillo. Cuando le vio tan tranquilo y sin un solo rasguño, le invitó a su palacio y le presentó a su preciosa hija. Esmeralda, cuando le vio, alabó su valentía y aceptó casarse con él. Juan se sintió feliz, aunque en el fondo, estaba un poco decepcionado.


– Majestad, le agradezco la oportunidad que me ha dado y sé que seré muy feliz con su hija, pero no he conseguido sentir ni pizca de miedo.


Una semana después, Juan y Esmeralda se casaron. La princesa sabía que su marido seguía con el anhelo de llegar a sentir miedo, así que una mañana, mientras dormía, derramó una jarra de agua helada sobre su cabeza. Juan pegó un alarido y se llevó un enorme susto.


– ¡Por fin conoces el miedo, querido! – dijo ella riendo a carcajadas.


– Si – dijo todavía temblando el pobre Juan- ¡Me he asustado de verdad! ¡Al fin he sentido el miedo! ¡Ja ja ja! Pero no digas nada a nadie…. ¡Será nuestro secreto!


La princesa Esmeralda jamás lo contó, así que el valeroso muchacho siguió siendo conocido en todo el reino como Juan sin miedo.


Autor: Cuento de los Hermanos Grimm

 

Cuento propuesto por Jose Juan

LA BELLA BESTIA

Había una vez, una oruga verde, peluda, babosa y con ojos saltones. La verdad es que no era una oruga muy bonita, pero era la más simpática de todo el jardín en el que vivía. Se llamaba lola y le encantaban las flores.


Se lo pasaba genial, correteaba entre las flores y jugaba con todos los insectos. Los saltamontes la enseñaban a saltar, las abejas le enseñaban a recoger polen, con las hormigas jugaba al escondite y las libélulas la llevaban volando de un lugar a otro del jardín, como si fuera en helicóptero.


Era la oruga más fea y más feliz de todo el lugar. Un buen día empezaron a plantar flores nuevas en el jardín y con las nuevas flores llegaron insectos de otros lugares, que cada vez que veían a la oruga verde, peluda, babosa y con los ojos saltones se reían de ella. Decían que era la oruga más fea que habían visto jamás.


La pobre oruga empezó a dejar de comer y a dejar de jugar. Estaba tan triste que lo único que hacía era arrastrarse despacito entre los arbustos más pequeños para camuflarse y que no la vieran llorar. Uno de esos días tristes empezó a encontrarse extraña, decidió acostarse a descansar y a dormir y a dormir hasta que se le pasase el malestar. A la mañana siguiente una mariposa del reino de las María-Posadas la visito y le dijo: “¡bienvenida a nuestro reino!, pronto dejaras de ser una fea bestia para ser una bella mariposa”. Nuestra amiga no entendió bien lo que quería decir y continuo con su placido sueño.


Pasaron dos días y la oruga seguía durmiendo. Cuando se despertó fue a lavarse las gotas de rocío que la noche había dejado sobre ella. Cuando se vio reflejada en el agua ¡SE PEGO UN SUSTO ENORME! Casi no se reconocía, su cuerpo peludo y baboso había cambiado hasta convertirse en una hermosa mariposa, tenía unas alas tan grandes y coloridas que se confundían con los colores del arcoíris. Su aspecto era totalmente diferente.


Se fue corriendo para que la vieran aquellos insectos que se burlaban de ella, para que vieran lo hermosa que era ahora. Al verla todos se quedaron con la boca abierta. Llamo a los saltamontes para saltar con ellos, peros sus patas ya no le permitían hacerlo como antes. Llamó a las hormigas para juagar al escondite, pero era imposible con su tamaño esconderse en el hormiguero. Llamó a las libélulas para imaginarse que iba en helicóptero, pero su pelo lo impedía, ya que sus alas solo le permitían volar como una mariposa.


Fue entonces cuando echó de menos ser una oruga y se dijo: “antes yo no era bella pero no me preocupaba, vivía feliz, me arrastraba por las hojas verdes de los árboles y podía jugar con mis amigas y amigos sin temor a mancharme o perder mis colores”.


Quería jugar como lo hacía antes. Comprendió que la belleza no es nada importante y que tener amigas y amigos para jugar es el mayor tesoro que una oruga puede tener. Entonces decidió que si era feliz siendo oruga ahora tenía que aprender a serlo siendo mariposa. Así que, despreocupándose de su fealdad o belleza, se prometió disfrutar cada día con sus amistades, viviendo y aceptándose tal cual y como era.


Autoras: Marisa Rebolledo, Susana Ginesta y Yolanda Galindo (Equipo Ágora)

 

EL CUENTO QUE PERDIÓ SU TÍTULO

Una mañana, al despertar y levantar sus cubiertas, el Cuento se dio cuenta de que pasaba algo muy raro. Abrió sus hojas, primero un poco, luego más, y las agitó un poco para desperezarse; se frotó los números de las páginas y volteó hacia arriba. ¡¿Cómo…?! ¿Dónde estaba su título?


En la parte de arriba de la primera página se veía un horrible espacio en blanco, el que había dejado el título al irse. ¿Irse…? Pero, ¿a dónde?


El Cuento volteó para todas partes en la página, pasó las páginas para ver si el título estaba en alguna de ellas, y no lo encontró. Volvió a pasar las páginas, esta vez más despacio, revisando bien en todos los rincones, pero nada. El título no estaba. El Cuento se quedó consternado.


Lo peor de todo, pensó, es que ni siquiera se acordaba de cuál era su título; así, ¿cómo podría empezar a buscarlo? ¿Cómo podría preguntar a alguien si lo había visto por ahí?

Con todo ese movimiento los personajes se empezaron a despertar y, cuando se enteraron de que ya no tenían título, su asombro fue enorme. Primero se pusieron a llorar, desconsolados, pero luego se enfurecieron.


La abeja siguió haciendo su miel, pero como le salió amarga se enojó y quiso picar a alguien; revoloteó furiosa fuera del libro, pero como no había nadie ya iba sobre las letras del Cuento; éste, que se dio cuenta a tiempo, se cerró rápidamente y no se volvió a abrir hasta que la abeja le hubo asegurado que no le picaría.


La ballena lanzó un surtidor tan enorme que vació medio mar sobre la playa, en la tercera página del cuento. ¡Imagínense si estaría furiosa!

Y la pequeña lombriz de tierra, en lugar de cavar delgados túneles en la tierra, iba tan enojada que le salieron anchísimos, tanto que luego pudieron ser aprovechados para construir los túneles del metro.


Luego de un rato decidieron que lo mejor que podían hacer era calmarse para poder hacer algo.


El Cuento no se podía quedar sin título. Los tres personajes se dedicaron a pensar, tratando de recordar cuál era el título del cuento, pero nada. Como si alguien se hubiera llevado el título del Cuento no sólo de la página, sino también de la memoria de sus personajes. La situación era muy grave.


Lo primero que hicieron fue investigar entre los demás cuentos del libro. Todos los cuentos seguían dormidos, pues aún era temprano, así que hubo que despertarlos para buscar en sus páginas. Los personajes de los otros cuentos se indignaron. ¡Qué…!, además de despertarlos, registraban entre sus páginas como si ellos fueran ladrones.


Lo peor fue que ni así apareció el título perdido. Todas las páginas del libro, todos los otros cuentos, fueron revisados a conciencia por el Cuento y sus personajes, y el título no apareció por ningún lado.


Se le ocurrió al Cuento que, si los demás cuentos le ayudaban, sería más fácil encontrar su título. Pero los otros cuentos estaban enojados por haber sido tratados de tan mala manera y se negaron a cooperar. Luego de muchos ruegos, se reunieron todos los cuentos y sus personajes para discutir el problema. El Cuento tuvo que pedir una sincera disculpa por sus modales groseros, y aun así le costó trabajo convencerlos de ayudarle. Por fin, encontró dos buenos argumentos.


“Si falta el título de uno de los cuentos, todo el libro tiene un problema, ¿no creen?”

Los otros cuentos movieron sus letras, dudosos; no acababan de ver claro que el problema fuera suyo, pero luego el Cuento les dijo:


“Además, imagínense si un título desaparece así, nada más, y nadie hace nada por recuperarlo, al rato se van a empezar a perder los demás títulos…”


Ése fue el argumento decisivo; los cuentos se aterrorizaron al imaginar sus títulos perdidos, ¿qué pasaría entonces?


Cada cuento decidió enviar uno o varios representantes para formar una brigada de auxilio, y así se organizó la búsqueda del título. ¡Si por lo menos supieran cuál era el título que estaban buscando…! Pero ni el Cuento ni sus personajes habían conseguido recordarlo, así que habría que empezar de ceros.


Los piratas recorrieron los siete mares, aunque la ballena les dijo que ella ya había buscado hasta el fondo del océano; se asomaron, además, en todas las islas desiertas y en todas las costas bravías, por si en algún lado estuviera el título solitario esperando ser rescatado, pero no. El título no estaba ahí.


El hada de luces verdes y moradas movió su varita mágica de la que salieron millares de luciérnagas, también verdes y moradas, pero el título no apareció; entonces fue a buscarlo hasta las estrellas y regresó diciendo que el título no se había marchado hacia ninguna constelación lejana. Era un gran consuelo saber que no había salido del planeta.


Los peces de colores, sin dejar de hacer “blu-blu-blu”, buscaron por todos los arroyos, en el río y en la laguna, y sacaron la cabeza para ver si estaba en los bosques, en los montes, registraron entre las piedras del camino, pero el título no estaba ahí.


Los comejenes y las hormigas, como son tan pequeños, se metieron en las madrigueras de los topos, los conejos y las zarigüeyas, y como no encontraron al título se pusieron furiosos en el nido de la serpiente de cascabel, pero estaba tan ocupada haciendo sonar sus cascabeles y gozando con su música que no había pensado en robar al título.


El príncipe buscó al dragón para pelear con él y rescatar al título si es que él lo había raptado, pero el dragón lo dejó entrar a su cueva y buscar por todas partes. El dragón tampoco tenía al título.


Se reunieron todos los personajes para discutir qué hacer. Si el título no aparecía por ningún lado, ¿cómo podrían resolver el problema?


El caracol y el elefante del cuento “La banda de los superanimales” pusieron en juego todos sus superpoderes para buscarlo, pero no dieron con él.


La cebra de rayas rojas sugirió buscar otro título, quizá en alguno de los grandes supermercados habría un departamento de títulos que estuviera bien surtido, o tal vez en una tienda especializada, una titulería.


Pero surgieron muchas dudas y preguntas:


“¿Dónde habrá una buena titulería por aquí?

“¿Y si no encontramos ningún título que nos guste?

“¿Y si ningún título es adecuado para los sucesos y personajes del Cuento?

“¿Y si los títulos son demasiado caros y no nos alcanza?”

La princesa, que estaba cansada de ser princesa y se había sentado sobre un montón de hojas secas, se movía inquieta como si algo le molestara. Finalmente se inclinó hacia un lado y levantó las hojas, sólo un poco, para ver qué había debajo que le estaba molestando; tal vez era un chícharo, tal vez una piedra u otra cosa.


“¡Vaya, si aquí estás…! −dijo, sorprendida.


Trató de tomar una punta para sacar a quien estaba escondido, pero éste, con timidez, se metió más entre las hojas.


Ella metió la mano bajo el montón de hojas y finalmente logró asirlo por en medio y sacarlo, aunque se revolvía entre sus manos. ¡Era el título! Todos se apresuraron a ayudar a sujetarlo y lo estiraron para verlo. El Cuento, en primera fila, miraba curioso pues necesitaba saber, antes que nada, cuál era su título.


Cuando entre todos lograron detenerlo y estirarlo, lo pusieron en su lugar, en la página y todos pudieron ver que el Cuento ya tenía título: “El cuento que perdió su título”.

Lo colocaron en su lugar, felices porque el cuento ya tenía título. A ver esta vez por cuánto tiempo se queda ahí…


Fin

Autor: Raquel Eugenia Roldán de la Fuente

 

GUATAVITA

Hace mucho tiempo, antes de que los conquistadores llegaran al país de los Muiscas, los habitantes de la región de Guatavita, al oriente de la sabana de Bogotá, adoraban a una princesa que, en las noches de luna llena, salía del fondo de la laguna y se paseaba sobre las aguas en medio de la espesa neblina.


Cuentan que un gran cacique de los Guatavitas, de la misma dinastía que daría origen al gobierno y al imperio de los muiscas, estaba casado con la más bella dama perteneciente a su tribu: una noble princesa a quien todos los pobladores amaban, y su hogar había sido bendecido con el nacimiento de una bella niña que era la adoración de su padre.


Pasado algún tiempo, el cacique comenzó a alejarse de la princesa: sus muchas ocupaciones en los asuntos del gobierno como también otras mujeres, lo mantenían lejos del calor de su hogar. La princesa soportó algunos meses, como correspondía, a una mujer de su rango, las ausencias prolongadas y las continuas infidelidades de su esposo, pero un día pudieron más la soledad y la tristeza que las rígidas normas sociales, y se enamoró de uno de los más nobles y apuestos guerreros de la tribu. Para su dicha y fortuna fue enteramente correspondida.


Dicen que los enamorados no pudieron verse tan pronto como hubieran querido, pues el gran cacique estaba por esos días entre los suyos. Pero cierta noche tras una de las acostumbradas celebraciones del mandatario, la pareja pudo consumar sus amores, mientras el pueblo dormía. Sospechando algo, el cacique encomendó a una vieja la tarea de vigilar a la princesa. Una noche cualquiera, la anciana descubrió lo que ocurría y le llevó la noticia al jefe.


Al día siguiente, el cacique organizó un gran festín en honor a su esposa. A la princesa le fue servido un sabroso corazón de venado. Apenas ella acabó de comerse el delicado plato, el pueblo- con el cacique a la cabeza- estalló en una horrible carcajada, que la hizo comprender la verdad; su amante había sido asesinado, y le habían dado de comer su corazón.


Desesperada, decidió huir del lado de su marido. Algunos días después de la tragedia, tomó a su pequeña y partió hacía Guatavita. Dicen que al llegar, casi a la medianoche, se detuvo un momento en la orilla para contemplar la laguna, de la que se levantaba una espesa neblina; luego miró amorosamente a la niña y se lanzó con ella a las aguas.


Al enterarse de la noticia, el cacique corrió hacía la laguna y llamó a su mujer varias veces, sin obtener más respuesta que el silencio de la noche. Cuentan que ordenó a sus sacerdotes- que la buscaran. Los mohanes o sacerdotes hicieron conjuros y ritos a orillas de la laguna, y uno de ellos descendió a las profundidades, para averiguar qué había sido de la princesa y de su hija.


Cuentan que al poco rato de buscarla, regresó con el cadáver de la niña y contó que la princesa estaba viva y feliz en el reino de las aguas. Desde entonces, en las noches de luna menguante aparecía la princesa en medio de la espesa neblina, para escuchar los ruegos de su pueblo, y la laguna se convirtió en un lugar sagrado.

 

LA VIEJA CANDELA

Hay una población de los paeces que fue bautizada con el nombre de Calderas, en recuerdo de una anciana que vivió en tierradentro y cuya existencia fabulosa no se puede olvidar, ya que cada vez que un indígena necesitaba ayuda para encender un fuego en el rancho, o para dar luz a la antorcha que lo acompañaría en la noche a lo largo de los senderos, iba al lugar del bosque que servía de resistencia a la Vieja Candela y entonces esta mujer alzaba el brazo y de su sobaco extraía la llama que le solicitaban


La Vieja candela era de la raza pijao, pero siempre se mostró amistosa con los paeces. Su cuerpo era enorme y tenia la cabeza cubierta por una cabellera descomunal de color ceniza. Su presencia imponía temor y respeto, pero tenía un corazón generoso y nunca causó daño alguno a los indígenas que se sintieron muy tristes cuando la Vieja Candela tuvo que escapar de los extranjeros, que la llamaban bruja y quisieron capturarla para robarle su magia de producir fuego con sus sobacos.


La vieja candela fue perseguida ferozmente por aquellos que la querían conquistar. Huyó atravesando montes y cañadas, seguidas muy de cerca por sus enemigos. Pero cuando ya la alcanzaban, su cabellera comenzó a arder y luego todo su cuerpo se cubrió de llamaradas y así llegó a un sitio muy elevado desde el cual se lanzó al fondo del río, que se convirtió durante muchas horas en un hervidero de aguas que poco a poco tomaron forma de centenares de nubes rojizas, nubes que eran impulsadas por una fuerza extraña y llevadas muy cerca del firmamento para formar un atardecer de indescriptible belleza, un atardecer con luces anaranjadas y amarillas, esplendorosas, que todavía se repite en los meses de verano.

Autor: Fernando Solarte Lindo

 

LOS CINCO GATITOS

¡Como se quedaron los cinco gatitos, al ver a la luna dormida en el río!


¿qué haremos con ella? ¿con que la cubrimos?¿con la arena fría?¿con el viento frio?


La luna redonda temblaba de frio al bajar a la tierra.


Que duerma esta noche junto con un niño. Quien quiere la luna debe estar dormido.


¡a dormir… que los cinco gatitos ya están por venir!


¡cosas de la luna… dormirse en el río! ¡cómo la miraban los cinco gatitos!


¡a soñar… que la luna redonda ya está por llegar!


Cargaron la luna los cinco gatitos y andando despacio, cruzaron el río.


Ya viene bajando por ese camino. Con la luna acuestas llegan los gatitos.


Cuento adaptado por Alexander Alfonso y extraído de Javier Villafañe

1. Si fueras un gran poeta ¿Cómo iniciarías tu poema de con los cinco gatitos?

EL ESPANTAPÁJAROS

Gonario era el último de siete hermanos. Sus padres no tenían dinero para mandarlo al colegio y, por eso, lo pusieron a trabajar en una gran factoría agrícola. Gonario tenía que hacer de espantapájaros, para mantener alejados de los sembrados a los pájaros. Todas las mañanas le daban un cartucho de pólvora; Gonario, durante horas y horas, iba arriba y abajo por los campos y de vez en cuando se paraba y daba fuego a un montoncito de pólvora. La explosión espantaba a los pájaros que huían temerosos.


Una vez, el fuego se prendió en la chaqueta de gonario y, si el niño no hubiera sido rápido en tirarse a una charca, seguramente habría muerto entre llamas. Su salto espantó a las ranas, que huyeron ruidosamente y, a su vez, espantaron a los grillos y a las cigarras, que dejaron de cantar al instante.


Pero el más asustado de todos era él, Gonario, que lloraba solitario en la orilla de la charca, mojado como un patito feo, pequeño, sucio y hambriento. lloraba tan desesperadamente que los gorriones se posaban sobre un árbol para mirarlo, y piaban de compasión para consolarlo. Pero los pájaros no pueden consolar a un espantapájaros.

Autor: Gianni Rodari

EL ENEMIGO VERDADERO

Un día, me encontré cara a cara con un tigre y supe que era inofensivo. En otra ocasión, tropecé con una serpiente de cascabel y se limitó a hacer sonar las maracas de su cola y a mirarme pacíficamente.

Hace algún tiempo, me sorprendió la presencia de una pantera y comprobé que no era peligrosa.

Ayer fui atacado por una gallina, el animal más sanguinario y feroz que hay sobre la tierra.

Eso fue lo que les dijo el gusanito moribundo a sus amigos.

Bibliografía: País de cuentos, selección Colombiana de literatura infantil, Bogotá, Colombia, Tres Culturas Editores, 1988.

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